¡Por favor! No empujen (parte I)
Por: Francisco Artemio Reyna Alonso
Aunque todo el tren se había llenado, mucha gente intentaba hacerse de un espacio dentro de los vagones, no importa dónde, no importa cómo; sino entrar a toda costa. Unos encima de otros, colgados como simios balanceándose de un tubo horizontal, o sentados, intentando dormir, todos sin falta trasladados a otra realidad… la realidad de siempre, la que desde hace mucho tiempo viven todos los días. Los relojes daban aproximadamente las cinco cincuenta de la mañana de un día entre semana, pero el reloj de aquella estación se había quedado detenido hacia dos horas y media.
El calendario marcaba lunes, para muchos era lunes, pero eso de nada importa. Atiborrada, la gente se empujaba de nuevo y una vez más para entrar en el vagón abalanzándose hacia las puertas. Las leyes de la física en sociedades modernas no tienen validez, no importan; estábamos desde hace mucho tiempo fuera del tiempo, es por esto que quedaron inhibidas todas las leyes postuladas por los sabios antiguos: nunca dos cuerpos pueden ocupar el mismo espacio. La individualidad no se volvió colectividad, sino un amontonamiento criminal. Las personas de afuera de los vagones depositan a las personas en el interior cargando e introduciéndolas a través de las ventanas laterales.
De pronto, se vuelve a oír la misma voz ahogada casi en su totalidad por el bullicio de la demás gente, la sirena anuncia que el tren cerrará las puertas. Pasan los minutos y sigue el tren en la misma estación. Las puertas intentan cerrarse sin tener éxito.
La gente que no puede entrar y otra más que apenas va llegando no sabe que a partir de ese día, nunca nadie jamás llegará a tiempo a su destino. El tiempo y el espacio habían quedado colapsados. La ciudad se quedó paralizada poco a poco con el paso del tiempo, de una vez y para siempre. Los límites de la ciudad se difuminaban en los mapas, era inmensa, lo ocupaba todo. Nadie se dio cuenta tiempo atrás que ya lo había abarcado casi todo, se fue comiendo lo que se encontraba a su paso; llegó hasta las orillas del mar y con el tiempo abarcaría hasta las profundidades de la tierra.
En el tren subterráneo, el frío se vuelve calor en brevedad de segundos. Con el simple calor de la gente se evaporarían los residuos de los casquetes polares, en un instante se volverían simples hielos de refrigerador para después desaparecer y no volver jamás a la atmósfera. Parecía verano, pero no lo era. Semejante al infierno, pero sin las llamas. Una vez adentro es difícil saber en qué lugar se estaba habitando; la mayoría de la gente la ha llamado realidad. La vida diaria “antes de ir a trabajar”. Como si no fuera suficiente el trabajo o la vida en casa para sumergirse más en la miseria, se tiene que añadir algo más: un calvario matutino que purifique todas las almas a través del sudor emanado por todos los cuerpos. Agua bendita, sudor. La vida se gana día a día, empezando nuevamente lo que se dejó pospuesto para el día de mañana.
Es la primera estación de una línea infinita de más de mil estaciones, si en cada estación el tren se tardara la misma cantidad de tiempo se recorrería todo el trayecto en muchos años. La mejor opción es ir caminando y llegar a algún lugar, y quedarse ahí sin la más mínima intención de regresar. La gente de adentro del tren no se movía, se quedaba estática esperando a que el tren los llevara para no moverse ellos mismos.
Otra vez la sirena vuelve a sonar. ¡Milagro! se cierra la puerta por fin, la gente ingenua piensa que a partir de ese momento se pondrán en marcha los trenes y se agilizará el desplazamiento de toda su vida. Cuánto tiempo ha pasado, no se sabe con exactitud, parecieron algunos siglos, y sin embargo sólo unos minutos pasaron.
¿Qué son unos minutos comparados con la eternidad? El tiempo es relativo. Un segundo es en sí la eternidad.
Es cierto, sólo han pasado unos minutos qué más da.
El tren asoma su cabina en la segunda estación, la cual está doblemente llena de personas, se acomoda a lo largo del andén y se abren todas las puertas. Otra vez la misma voz se escucha perdida por ahí: ¡Por favor, señores, no se empujen! Una vez y otra vez repitiendo la misma frase aumentando su volumen después de la frase anterior. Nadie la escucha, todos fingen no hacerlo. Nadie la obedece, es como si fuera la voz de alguna conciencia a la que nadie hace caso. No se puede hacer nada, ni gritar, ni salir corriendo, ni escapar, porque simplemente no hay hacia dónde ir. No se puede hacer nada más que estar y cuando llegue el momento, desaparecer.
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