La doble pérdida: cuando la personalidad se va

Por: Edna Mayra V.N

Hace algunos meses llegó al consultorio la petición de realizar un peritaje. Fue ese peritaje el que me motivo a escribir este relato. Estaba relacionado con la reparación de un daño emocional causado por negligencia médica. Resumidamente los hechos sucedieron de la siguiente manera: un hombre de 50 años de edad había permanecido durante 10 minutos en paro respiratorio y esto le provocó daño cerebral; permaneció dos meses en coma hasta que despertó y posteriormente murió en casa.

Durante los días en los que el hombre estuvo inconsciente sus familiares mantuvieron la esperanza de que se recuperaría, pero cuando aquel abrió los ojos, se toparon con una realidad muy diferente. Recibieron la noticia de que el padre, el esposo y el hermano que ellos habían conocido, jamás volvería. El dolor de “perder” a su ser querido llevó a los familiares a demandar a la institución médica por su respuesta tardía ante las complicaciones respiratorias.

El daño cerebral ocasionado por la falta de oxígeno fue permanente. Al poco tiempo, después de despertar del coma, el paciente fue entregado a sus familiares, pero, contrario a lo que los doctores explicaron, ellos aún creían que cada movimiento de ojos o reflejo muscular era una señal de que el hombre tendido en cama les entendía y reconocía, y que, por tanto, cabía la posibilidad que la persona que conocieron estuviera aún ahí, sin la posibilidad de expresarlo porque de alguna manera su cuerpo se había “desconectado” de él. Así pues, a pesar de los cuidados que le procuraron, el hombre murió pocos meses después de haber despertado.

Llevar a cabo el peritaje fue especialmente difícil, no sólo por la cantidad de afectados a raíz de la muerte del hombre, sino por la labor de identificar dos tipos de “pérdidas” que correspondían a dos golpes emocionales sufridos por aquellos: la muerte de “la personalidad” del familiar y la muerte física del ser querido. Y aunque este tema no es nuevo y es una situación por la que pasan cientos de personas en todo el mundo, es sorprendente la poca información que hay sobre él. Ningún autor reconoce el doble sufrimiento al que se enfrentan los familiares.

No es extraño reconocer que muchas veces de lo que nos enamoramos es de la personalidad del otro, de aquellos rasgos de conducta más o menos característicos de la otra persona, más que del aspecto físico. Así, si todos estamos de acuerdo en que una de las cosas principales que nos hace ser nosotros mismos es la personalidad, entonces la pérdida de la ésta implica en un sentido la muerte de nosotros mismos. Sin embargo, los familiares que enfrentan aquella situación y tienen contacto con el simple aspecto físico de su ser querido, no reconocen la pérdida de su personalidad y son propensos a aferrarse a la esperanza de que aquella persona que estaban acostumbrados a asociar con ese cuerpo regresará algún día, pero lo perdido difícilmente puede recuperarse.

En los tiempos modernos muy pocas personas niegan la estrecha relación que existe entre el cerebro y la personalidad. Cualquier daño al cerebro, o incluso afectaciones producidas por ingerir algún tipo de sustancia, tiene consecuencias conductuales; así pues, un daño cerebral causado por falta de oxígeno o por cualquier tipo de accidente trae consigo consecuencias conductuales e incluso, dependiendo de las zonas y profundidad del daño, puede llegar a causar disfunciones permanentes en la personalidad. Por esta razón, no es raro que en los testimonios de los cuidadores de personas con daño cerebral profundo continuamente aparezcan frases como “él ya no es mi esposo” o “aun así es mi hija”, etc., pues sólo ellos logran apreciar qué rasgos en su personalidad fueron perdidos y cuáles otros se presentaron después del daño.

La creencia popular dice que una persona que pierde la memoria total o parcialmente mantiene el comportamiento que lo caracterizaba antes del padecimiento, es decir, que si era amable, seguirá siendo amable, que si era iracundo, seguirá siendo iracundo; también se piensa que cuando recupere la memoria, todo volverá a ser como era antes del padecimiento; pero en la realidad esto no ocurre. Las habilidades cognitivas perdidas a consecuencia de un daño permanente en el tejido cerebral, difícilmente pueden recuperarse. La persona que padece estos daños de ningún modo regresará a ser quien, con ansias, los familiares esperan que sea.

Es por eso que situaciones de este tipo implican ya una pérdida emocional, independiente de la ocasionada por la muerte física del ser querido: son los familiares quienes sufren los cambios en el comportamiento y la pérdida total de la persona a la que conocieron. Algunas veces, esta situación provoca que los familiares se culpen a sí mismos por la situación que está pasando su ser querido o hasta se enojen con él; estas emociones suelen no expresarlas abiertamente, por lo general las reprimen, sino es que las desquitan en privado con el afectado o con algún otro miembro de la familia. Algunas personas, con la esperanza de que su ser querido regrese a ser la persona que era antes, se mantienen al pendiente de cualquier signo o señal que pudiera indicar la posibilidad de que la consciencia, ya perdida, se encuentra encerrada en el cuerpo; sin embargo, cuando hay un daño permanente en las funciones cognitivas del cerebro, difícilmente puede mantenerse esa esperanza.

A veces, con el tiempo, la frustración de los familiares, ocasionada por presenciar el estado de incapacidad que su ser querido está padeciendo, puede inducirlos a desear su muerte y que no se hubiera salvado; por un lado, desean liberarse de los deberes que implica cuidarlo y, por otro, despedirse completamente de quien para ellos es sólo el cascaron de lo que una vez fue (claro, esto no sucede con todos los cuidadores).

En comparación con el dolor provocado por la muerte física de un ser querido, en el que los que sobreviven pueden llevar a cabo el duelo completamente, los familiares de una persona con lesiones cerebrales experimentan una contradicción entre la muerte emocional y la vida física que los mantiene en un estado de suspensión: no pueden afrontar el duelo de la muerte porque su ser querido no ha muerto físicamente, pero sienten el dolor por la muerte de la persona que amaban. Algunas veces, cuando por fin acontece la muerte física del ser querido, los familiares se sienten culpables al ver que sus deseos se cumplieron, otras, sienten alivio porque su ser querido ya no está pasando por esa condición tan deplorable y porque ellos mismos por fin pueden cerrar el ciclo de la pérdida y retomar una vida normal sin tener que estar al pendiente de sus cuidados.

Recuerdo que al terminar de analizar a cada uno de los familiares, se me presentó la dificultad de hacer que el juez y el abogado comprendieran mi punto de vista sobre dichas pérdidas. Los demandados seguramente apelarían al alivio de la familia, causado por la muerte de su ser querido, para demostrar que no se les había dañado emocionalmente. En situaciones como la que expongo, este alivio de los familiares no prueba la ausencia de dolor (daño emocional), lo que muestra es cómo el dolor de los familiares, que se extiende desde el incidente hasta la muerte del incapacitado, trae consigo desgaste emocional pues representa un cambio total de vida hacia su cuidado, y el cuidado, a su vez, implica el constante choque entre los recuerdos de lo que esa persona fue y lo que ahora ven ante sus ojos, un dolor prolongado que no puede mostrarse en público y que queda encerrado en el interior de los cuidadores.

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